Pasé la Semana Santa en el hogar porque en el trabajo me dieron la opción de tomarla a cuenta de mis vacaciones. Mi hija, mi madre y dos de mis hermanos estuvimos compartiendo gran parte del día. Vimos las celebraciones de la iglesia por televisión, tratando de llevar el protocolo hasta donde era posible. Curiosamente, en la casa no había brotado ni una sola flor y una tía a la que he estado ayudando con la compra de comestibles me obsequió unos lindos ramos que cortó de su jardín. Hoy, las flores de mi hogar lucen hermosas y ya puedo sentir que existe la primavera.
La semana anterior fui a comprar provisiones y aparte del gel antibacterial, también me llevé un trapeador, ya que andaba entre artículos de limpieza. Al bajarme del auto, olvidé bajar el trapeador. Como a las nueve de la noche me acordé que no lo había bajado e invité a mi niña de nueve años a recogerlo juntas y así tuvimos un pretexto para ir a la calle.
La noche era perfecta para caminar. El viento fresco nos animó y cruzamos a la acera de enfrente, donde solo hay una escuela. Nadie más andaba afuera y caminamos de un lado a otro de la cuadra con el trapeador como escudo, pues así mantendríamos la “sana distancia” de cualquier persona que se cruzara en nuestro camino. La aventura fue divertida y durante unos cuantos minutos disfrutamos nuestra caminata.
La risa de mi niña acarició mis oídos y quise plasmar esa imagen de nuestra existencia en este breve relato.
Velia Gallegos.
27-abr-20